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Algunos decían que podía ser, otros lo aseguraban, también había quien se riera de eso. Pero los que afirmaban ser cierto, platicaban que, después de pasar el tren de pasaje de las dos de la madrugada, en su ruta Guadalajara _ Manzanillo, el cual pitaba varias veces al aproximarse a la población, y también como con mas melancolía, al disponerse a continuar su camino a la costa.
Sucedía pues que, según se platicaba, cuando el tren ya no se escuchaba por la distancia; en algunas de las calles que desembocan a la estación del ferrocarril, y sobre todo el día de muertos, y una que otra vez el resto del año. Las familias del rumbo que se encontraban despiertas a esa hora, algunos deliberadamente para poder constatar lo que se decía; escuchaban el claro taconear femenino, de una mujer que supuestamente bajó del tren nocturno, y se dirigía al centro de la población.
No faltaba algún valiente, que al paso de los tacones se atreviese a entreabrir un poco su ventana. Los más, aseguraban que lo que vieron les produjo escalofrío; en la penumbra de la calle mal alumbrada, distinguieron sin embargo claramente, la figura de una mujer vestida de negro, extraordinariamente alta llevando en su mano derecha una negra maleta.
También coincidían los valientes testigos, que a pesar de que su atisbo fue sumamente cauteloso, pues apenas dos o tres pulgadas abrieron una de las hojas de su ventana, la siniestra figura parecía darse cuenta, pues detenía su fantasmal marcha y lentamente volvía la cara cubierta con anticuado sombrero y velo, hacia donde estaban los atónitos observadores. Estos sentían indescriptible terror, ante un súbito viento helado que los invadía, y cerrando sus ventanas se ponían a rezar.
Algunos trasnochadores aseguraban también, haber visto a la mujer de ultratumba caminar con fuerte taconear, acentuado por el silencio de la noche solo roto por el ladrido de los perros, perderse en las inmediaciones del atrio de la iglesia, cerca de la gran cruz de piedra “La Cruz Gorda”, erigida por orden de los frailes franciscanos, cuando fundaron y evangelizaron el pueblo; toda esta zona del frente de la parroquia por muchos años fue panteón.
La amarga experiencia la platicaba un simpático y muy estimado “Borrachito” conocido como “El Chilitos”, que podría tener todos los defectos menos el de tonto y mucho menos cobarde. Esto ocurrió al principio de la década de los sesentas.
Al filo de las dos de la mañana, el Chilitos se dirigía a su casa al salir de una cantina que cerró. Solterón empedernido, decía no tener quien lo regañara porque llegaba tarde.
Al atravesar el jardín central, se sentó en una de las bancas de hierro forjado alumbrada tenuemente por un farol, para dar cuenta del preparado de mezcal con refresco de cola que traía consigo. Al poco rato de estar dialogando animadamente con el mismo, escuchó a lo lejos el silbar del tren nocturno que se aproximaba al pueblo, en su paso rumbo a la costa de Colima.
Por lo general en este servicio nocturno, ningún pasajero del lugar subía o bajaba, más bien ya venía ocupado desde Guadalajara, pero siempre paraba más o menos cinco minutos, tal vez por reglamento. Así que el buen amigo Chilitos, volvió a escuchar los silbidos de reanudación de marcha a Manzanillo; probablemente les deseo buen viaje a los pasajeros en amistoso monólogo…
Después, hubo unos minutos de silencio, al que siguió desesperados ladridos de perros, con lúgubres aullidos (Característicos de cuando tienen pánico) por el rumbo de la estación.
El motivo de la alarma de los canes se acercaba cada vez más a donde estaba el Chilitos, pues ahora ladraban fuertemente los perros de las casas céntricas, cercanas a la plaza de armas.
De repente todo ladrido y aullido cesó. Un profundo y pesado silencio invadió el lugar; un perro callejero pasó velozmente huyendo de algo espantoso, porque llevaba los pelos erizados; hasta un tecolote que todas las noches cantaba en la palmera a espaldas del protagonista, levantó el vuelo asustado. El silencio se hizo más pesado aún, también los grillos enmudecieron.
El Chilitos a pesar de los tragos, se percató de lo extraño del momento. Platicaba que, de pronto sintió un intenso y repentino frío, como si de golpe la temperatura hubiese bajado a cero grados; luego, también notó que una densa neblina, empezó a invadir la plaza, esta se deslizaba a baja altura, casi al ras del suelo, de Poniente a Oriente, a pesar de que no se movía una sola hoja de árbol por falta de viento.
Fue entonces que, del extremo Sur Poniente del jardín, o sea, del lado de la estación, escuchó los rítmicos pasos de una mujer con zapatos de tacón que se acercaba. Recordaba, cuando accedía a contar su historia, que una extraña sensación, mezcla de lujuria con miedo se apoderó de el.
Quizá por los efectos del vino, o porque de pronto acudió a su mente la leyenda de la misteriosa mujer del tren, sintió el cerebro pesado, como si una invisible y fuerte mano, lo obligó a clavar la mirada en el piso… Oía claramente como se acercaban los taconeados pasos.
Un fuerte escalofrío lo sacudió, y enseguida una pesadez total se apoderó de su cuerpo, cuando vio la punta de un par de anticuados zapatos negros, asomar por debajo de un largo vestido del mismo color que casi rozaba el suelo.
Quiso levantar la cabeza pero no pudo. Luego observó como la mujer, que solo veía hasta medio metro del suelo, hizo descansar un mediano velís negro de cuero. La terrible situación duró varios largos segundos, en que su inmovilidad por impotencia fue completa; dice que sintió sobre su humanidad, una furiosa mirada, que a pesar del escalofrío lo quemaban también como dos brazas.
Luego, una enguantada y larga mano, levantó nuevamente el velís, y lentamente se empezó a alejar; conforme se retiraba, el Chilitos también recobraba soltura; cuando pudo alzar la cara, vio la imponente y sobrenatural figura, de una altísima mujer vestida completamente de negro, que se dirigía hacia la colonial cruz de piedra. Entonces al parecer, todos los perros de la población, cercanos y lejanos, se pusieron de acuerdo y comenzó un ensordecedor concierto de aullidos y ladridos que duró varios minutos.
El Chilitos se puso de pie temblándole las corvas, ya no estaba borracho, corrió rumbo a su casa distante cuadra y media de ahí; cuando llegó, encendió todos los cirios y velas benditas que encontró, y tomando su rosario y un crucifico, comenzó a rezar. Cuando llamaron las campanas a misa de cinco, se sintió fortalecido; espero a que pasara la gente pues no se atrevía a salir…
Luego acompañado de varios campesinos llegó a la iglesia, donde relató todo al párroco y solicitó confesión.
POR: JOSÉ SILVA VÁZQUEZ